jueves, 30 de septiembre de 2010

Virus culé

Autobiografía (no autorizada) de un idiota 
[Fragmento]


Pillado a media meada, zapateé con los pantalones desabrochados hacia la puerta y la abrí. El rellano estaba vacío. Casi la había vuelto a cerrar cuando vi un pequeño objeto sobre el felpudo. Era un CD sin etiquetar.
Lo recogí, entré en casa, me senté en la mesa del despacho, metí el disco en un reproductor que tenía guardada en un cajón y esperé.
Un redoble de tambor me hizo pegar un salto y esconderme debajo de la mesa, pero nada más ocurrió. O casi.

(Fanfarria... más fanfarria y un coro diabólico atronando la habitación)

—¡Tot el camp! ¡És un clam! ¡Som la gent blaugranaaaa…!
No podía dar crédito a lo que oía. Aquello no era posible. El virus culé en el santuario inviolable de mi hogar, invadiendo el aire que me rodeaba.
Asomé la cabeza por el borde de la mesa, con cautela, no fuese a contagiarme de algún mal incurable, y observé el aparato con una sensación de repugnancia indescriptible. Los ojos, enloquecidos, me daban vueltas en sus órbitas; la boca se me contrajo en un rictus de agonía; mis tripas parecían... 
No, es inútil seguir, ya he dicho antes que era una repugnancia indescriptible.
Cerré los ojos y, palpando la superficie de la mesa, localicé el reproductor e intenté pararlo. 
No pude.
Pulsé repetidamente el botón de stop, saqué las pilas, pero el maldito coro vocinglero seguía aullando inmisericorde:
—¡...ara estem d'acord, estem d'acord, una bandera ens agermana!
Ya era demasiado. El volumen del aparato estaba bloqueado, la tapa estaba bloqueada, mis esfínteres amenazaban con desbloquearse.
—¡Maldito aparato de los cojones, muérete de una vez!—chillé como un hombre histérico.
Sin abrir los ojos, controlando a duras penas los espasmos y náuseas que sentía, agarré a ciegas lo primero que encontré y comencé a golpear salvajemente el aparato... y de paso alguno que otro de mis dedos.
Mágicamente, se hizo el silencio. Aliviado, abrí los ojos un poquito. Sin soltar el reproductor, y con el improvisado martillo en alto y preparado, abrí aún más los ojos. Continuaba el silencio. Los abrí del todo y suspiré aliviado.
—¿Uh…?
—¡¡¡Barça!!! ¡¡¡Barça!!! ¡¡¡Baaaarça!!!
Sentí como si una mano gigante y helada me apretase brutalmente las pelotas. El vello se me erizó, las tripas se me encabritaron, mis esfínteres perdieron definitivamente el control. Giré enloquecido, tropezando hasta con las rayas de la alfombra, y caí de rodillas al suelo. Un grito de salvaje alegría me abrasó la garganta cuando, antes de casi perder para siempre la cordura, arrojé el aparato a la calle.
—La próxima vez, abro primero la ventana.pensé.
La ráfaga de aire que penetró por el cristal roto me reanimó. Repté como pude hasta la ventana; trabajosamente me puse en pie y miré desconsolado al exterior. Allí estaba, agazapado como una cucaracha en el paso de cebra. Al pasar a su lado, un peatón pegó un salto que le hubiese calificado para 'Londres 2012'. Después, el pobre hombre salió de estampida como Curro Romero a la hora de entrar a matar.
Era increíble, ¡el muy cabrón todavía funcionaba!
Noté un nuevo retortijón en el vientre, pero ya no me importaba nada. 
Contuve la respiración cuando un taxi pasó rozando el reproductor... sin darle. Me dejé caer de culo al ver reducido a puré el maldito artefacto tras acertarle de lleno el camión del butano.
Entonces lloré. Me cubrí la cara con los brazos y lloré.
   En la mano, apretada como un cepo, conservaba todavía el objeto que había utilizado para machacar el reproductor de CDs. Hasta media hora más tarde no me apercibí de que los restos del teléfono inalámbrico no tenían más futuro que la basura.



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