Imaginad un típico enterrador de esos que aparecen en las películas del oeste. Alto, vestido con una levita negra, y con una chistera raída en la cabeza. Su cara es pálida, huesuda y alargada, de piel fina casi transparente. Tiene los ojos saltones e inyectados en sangre. Su voz es como un chirriar de grava y, al andar, le crujen todas las articulaciones.
De vez en cuando, sobre todo si tiene trabajo, emite un graznido que parece surgir de alguna oscura caverna. Es su forma de reír.
Con largas zancadas, recorre las polvorientas calles del pueblo, escrutando los rincones como un ave carroñera. Cuando descubre un cadáver en algún apartado callejón, o llegan a sus oídos noticias de pelea en el salón, sus labios, finos y pálidos, se estiran en una mueca que deja entrever un par de incisivos amarillentos.... Así sonríe.
En realidad no soy así. Ése es mi hermano gemelo.
Somos gemelos... de madres distintas.
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