A juicio de su abogado, el acusado, X. Y., mayor de edad y presunto autor de tan abominable delito, había sido provocado por su víctima, M. Pérez, hasta límites más allá de lo que cualquier ser humano sería capaz de soportar. Tanta ostentación, tanto contoneo seductor, habrían hecho perder la cabeza a X. Y. y a cualquiera.
En el transcurso de la vista oral, la defensa realizó una minuciosa reconstrucción de los hechos, aportando datos incontrovertibles sobre la inocencia de su cliente. En primer lugar, el supuesto delito había tenido lugar a plena luz del día, eran las once y catorce minutos de la mañana, en el mismo centro de la ciudad, y con la presencia de no menos de una docena de testigos.
Al ser preguntados, éstos reconocieron que M. Pérez había intentado defenderse, al tiempo que gritaba en demanda de auxilio, aunque, según su criterio, sin excesiva convicción:
«En ningún momento me pareció que la integridad física de M. Pérez estuviera en peligro, y por eso no intervine.»
«Sí, claro que gritaba, pero me dio la impresión de que lo hacía porque eso es lo que se supone que hay que hacer en estos casos.»
«Así no se debe ni se puede salir a la calle; luego pasa lo que pasa...»
«Defenderse, lo que se dice defenderse, M. se defendió, aunque no demasiado. Podía haber hecho más.»
Una vez oídas las declaraciones de los testigos, el abogado defensor describió con minuciosidad la indumentaria, provocativa y provocadora, de la supuesta víctima el día de autos: conjunto de chaqueta y pantalón de cuero negro que se ajustaba como un guante al cuerpo de M. Pérez, dos gruesas cadenas de oro en torno a su cuello, reloj Cartier en la muñeca y un anillo con oro suficiente como para fabricar un par de dentaduras.
El fiscal aportó como pruebas la cartera de M. Pérez, las gruesas cadenas que la víctima lucía aquel día en torno a su cuello, el reloj Cartier y el anillo con oro, objetos que habían sido encontrados en el domicilio de X. Y., dentro de una bolsa de plástico, bien ocultos debajo de un baldosín de la cocina. A continuación, presentó el parte médico redactado por el facultativo que atendió a M., en el que se detallaban los golpes y erosiones sufridos por él y ocasionados por el presunto agresor.
«Protesto—tronó el abogado de X. Y.—. Esas lesiones fueron producto de las efusiones propias de estos casos.»
A preguntas de la acusación particular, M. Pérez declaró que había intentado defenderse, siempre dentro de sus posibilidades, sobre todo teniendo en cuenta su menor fuerza y corpulencia en comparación con X. Y. y el hecho de que éste dijera que le pegaría cuatro puñaladas si no accedía a sus pretensiones.
Llamado al estrado de los testigos, X. Y. relató que M. Pérez le había incitado, con su mirada sugerente y su atuendo tan llamativo, a hacer lo que hizo. Además, ni se resistió, ni nada. «Yo creo que hasta le gustó», concluyó con una beatífica sonrisa.
En sus conclusiones, el fiscal solicitó un veredicto de culpabilidad para X. Y., en tanto que el abogado de éste pidió la libre absolución de su defendido, argumentando que M. Pérez le había provocado con su actitud y que, además, no había ofrecido la resistencia suficiente, una resistencia heroica dijo textualmente, como para que los hechos pudieran ser considerados delito.
Oído lo cual, el jurado se retiró a deliberar.
Días más tarde se hizo pública la sentencia. En ella se desestimaban todas las alegaciones de la defensa, en especial la exigencia de una heroica resistencia por parte de M. Pérez.
En consecuencia, X. Y. fue condenado a varios años de cárcel como autor de un atraco con arma blanca, siendo obligado, además, a indemnizar a su víctima por las lesiones causadas, de las cuales tardó cuatro días en sanar.
Porque la M. era de Manuel, no de María. Porque X. Y. estaba acusado de atentar contra la sacrosanta propiedad privada, no contra la libertad —sexual, por ejemplo— de su víctima.
Porque, a veces, la justicia no es un cachondeo, es... otra cosa.
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