jueves, 7 de octubre de 2010

El Niño del Coro

Autobiografía (no autorizada) de un idiota 
[Fragmento]


Según saltaba por encima de los charcos, evitando al mismo tiempo pisar las innumerables cagadas de perro que alfombraban la ciudad, cantaba a voz en grito todo mi repertorio de sintonías de telenovelas. Dicen quienes saben de esto que ingerir alcohol eleva el tono de la voz. Tal vez sea así, tal vez sea cierto en seres humanos normales. En mi caso, la ginebra no hacía sino acentuar mis escasas cualidades musicales.
Ya en el colegio, y mucho antes de que me cambiara la voz, me habían apartado del coro infantil. Eso sí, con mucha delicadeza, no fuera a sufrir un trauma del que no pudiera recuperarme jamás. Un día, el director del coro, harto ya de arrojarme el borrador de la pizarra cada vez que desafinaba escandalosamente, decidió terminar de una vez y para siempre con la carrera artística del tierno infante que era yo.
Al finalizar uno de los ensayos en el que no se pudo pasar de las primeras notas, adivinen por culpa de quién, me citó en su despacho. Una vez allí, me agarró por las orejas, me levantó medio metro del suelo y, con gran suavidad, que para algo era un colegio de pago, me convenció de que lo mejor que podía hacer era olvidarme del coro para siempre, porque lo mío no era el trabajo en equipo. Aún más, el director me sugirió sutilmente que abandonara también la hipotética idea de cantar en solitario, aunque fuera en la ducha y en voz baja. Más o menos, estas fueron sus palabras, sutil mensaje, ya dije:
¡Maldito bastardo, hijo de una hiena sorda! En toda mi carrera musical no había oído a nadie desafinar con tanto acierto como tú. Lo normal es que los que tienen mal oído fallen alguna nota que otra, pero tu caso es del Guiness. Ni por casualidad aciertas con la nota correcta, las fallas todas, ¡engendro abominable! Hasta los silencios los das fuera de tono... Tú no cantas, te ensañas con las canciones, las torturas... Pero, dime, ¿qué te han hecho las pobrecillas?
»Lo mejor que puedes hacer, y no es un consejo, es una amenaza, es desaparecer de mi vista antes de que te rebane el pescuezo. Tres de los mejores solistas del coro han tenido que abandonarlo, con los nervios destrozados, y ahora sólo se comunican a través de gruñidos. Cada vez que les hablo de volver a cantar, se acuerdan de ti y se ponen a aullar como coyotes a la luna.
»Tu sola existencia es una afrenta a la música—añadió el director, levantándome medio palmo más.
 A todo esto, mis orejas de soplillo estaban adquiriendo unas dimensiones más que preocupantes, por lo que el amable religioso decidió que mejor era soltarme. Con un poco de suerte, el niño tal vez se desnucara, debió pensar.
¿Esto quiere decir que ya no puedo cantar más en el coro?—pregunté llorosa e ingenuamente.
No pude seguir hablando. La cara del director se puso blanca, luego verde, roja y de todos los colores. Cuando comenzó a salir espuma de su boca, comprendí que había perdido una excelente ocasión para permanecer callado. Esta primera impresión quedó reforzada al ver cómo el director descolgaba un enorme crucifijo de la pared y se abalanzaba contra mí rugiendo:
¡¡Te mato, hijo de Satanás, yo te despanzurro aquí mismo!!
Yo, que desde temprana edad me había ganado una justa fama de comadreja huidiza, salí por piernas del despacho, cerrando tras de mí la puerta con un hábil giro de muñeca. El director del coro no fue tan rápido de reflejos y, con un no menos hábil movimiento del brazo, lanzó el pesado crucifijo hacia su alumno en vergonzosa retirada. Lástima que éste ya hubiera cerrado la puerta. Lástima que la mitad superior de la puerta fuera de cristal traslúcido. Lástima que, alarmado por los gritos que había escuchado, el Reverendo Hermano Director acabara de esquivarme y se dispusiera a entrar al despacho que yo había abandonado con una diligencia digna de mejor causa.

... ... ... ... ...

Dos meses más tarde, al Reverendo Hermano Director aún le estaban sacando del rostro fragmentos de cristal traslúcido. Eso sí, la cicatriz de la frente, con los diecisiete puntos que le habían dado a consecuencia del impacto del crucifijo, había quedado monísima.
Para esas fechas, el director del coro gozaba de su cuarto ataque de paludismo en la Guinea Ecuatorial, asaeteado por los mosquitos, diarreico perdido, con la calva despellejada por el sol africano.

Se le veía feliz.




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