A causa de los azares de la vida y el destino, retórica manera de hablar de la desesperación y el desempleo, hubo de dedicarse a la venta de libros por catálogo. Cargado de paciencia e ilusión, la campaña de fomento de la lectura, estaba aún reciente, se lanzó a la calle dispuesto a subir y bajar escaleras hasta el fin de los tiempos.
Duró tres días.
Al principio, resistió los portazos, silencios y negativas con estoicismo.
—Lo siento, estoy muy ocupada, ahora no tengo tiempo para atenderle—decía una señora con la televisión, y Sálvame, como estruendosa música de fondo.
—Mire, mis hijos estaban apuntados a eso, pero ya no viven en casa y yo, a mis años...—respondía otro ciudadano con una risita cómplice.
—Es que ya no me caben los libros en casa—argumentaba un tercero que, por lo visto, había cubierto su cupo de lectura para lo que le quedaba de vida.
Y así, hasta el infinito, innumerables variantes sobre una misma partitura: aquí no lee ni dios.
De vez en cuando se topaba en un portal con algún joven que, sonriente, le espetaba a bocajarro:
—Al primero derecha mejor no llames; nosotros no leemos.
Y se quedaba tan contento de la medalla que se acababa de colgar.
Pero lo peor, lo que le hizo abandonar al tercer día, fueron las puertas cerradas a cal y canto, puertas blindadas y con siete cerraduras, tras las cuales se adivinaban gruesas cadenas y barras de seguridad. Algunas de ellas eran lo que parecían, puertas cerradas de una vivienda vacía. Otras, en cambio, eran algo más: una barrera frente al mundo exterior, un reflejo de la desconfianza y el terror pánico de los habitantes de la casa.
Al otro lado de aquellas puertas se oían pasos que llegaban cautelosos por el pasillo hasta la entrada. Una vez allí, una furtiva mirada por la mirilla, conteniendo la respiración, no sea que el extraño se aperciba de que estoy aquí, y de nuevo los pasos silenciosos, alejándose esta vez.
La mañana del tercer día comenzó a sentirse mal. La paranoia que emanaba de aquellas puertas impenetrables se le estaba contagiando. Casi sin darse cuenta, le dio por imaginar quién estaría al otro lado y con qué intenciones. ¿Sería tal vez un psicópata con un enorme cuchillo de trinchar pavos en la mano? ¿Acaso una dulce viejecita que le invitaría amablemente a entrar para clavarle por la espalda sus agujas de hacer punto?
Y menos mal que aquí no se pueden comprar armas de fuego con tanta facilidad como en los USA, que si no...
El siguiente paso, o traspié, fue elucubrar sobre las posibles causas de tanta suspicacia, de tanto miedo.
«Sin duda -se dijo-, la respuesta está en mis queridos medios de comunicación, o por lo menos en algunos, más bien en la mayoría.»
El aborrecimiento que sentía se plasmó en una lista interminable de odiables de primera plana y/o prime time: hombres mordiendo a perros a todo color; atracos en panavisión; violaciones con sensurround; cargamentos de "reality shows" (¿de verdad es eso la REALIDAD?); histéricos irrecuperable; políticos tremendistas; voceros infatigables de la inseguridad ciudadana en las páginas de opinión; Chuck Norris y todos los justicieros vocacionales; quienes se escandalizan de las agresiones a las mujeres y, acto seguido, programan películas que rezuman sangre y violencia; propagandistas del dispara primero, pregunta después; racistas, xenófobos y fascistas de variado pelaje; cronistas deportivos con vocación de pirómano social; los que no se cansan nunca de gritar que viene el lobo; telepolicías de fácil gatillo; etcétera, etcétera, etcétera...
¿Qué hemos hecho?
¿Qué estamos haciendo?
¿Qué vamos a hacer?
Exiliarnos en Canadá o Nueva Zelanda, creo.
ResponderEliminarMe temo que hasta allí también llegan las ondas... y no las de calor precisamente
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