domingo, 3 de octubre de 2010

Psicosis bélica

Autobiografía (no autorizada) de un idiota 
[Fragmento]


Bilbao, 17 de octubre de 1991

«Trabajar no es sano—farfullé para mí—. Espero que el jefe me deje descansar una temporada antes del próximo reportaje.»
Y tenía toda la razón. Cuatro días, cuatro duros días con sus correspondientes noches, había tardado en terminar mi último artículo para el periódico en el que trabajaba: "Efectos de la invasión de Irak en los hábitos de consumo de las amas de casa del Valle de Trápaga". Pero, a pesar del cansancio, una sonrisa de orgullosa satisfacción iluminaba mi rostro cuando entregué los originales al redactor jefe de Internacional. Éste, con la amabilidad que le caracterizaba, me había mandado al responsable de las páginas de Sociedad, a las que correspondía el artículo, y de paso, a hacer puñetas.
Esto había sucedido unos trece meses atrás, pero aún no me había recuperado del tremendo esfuerzo realizado y de la perplejidad que me había causado la exhaustiva encuesta entre las amas de casa de Trapagaran.
Comprendía la alarma que la guerra contra Sadam había provocado. Comprendía la psicosis bélica y el furor por acaparar que inducía a la gente a llenar las despensas de comida: a mí también me había afectado. Comprendía, incluso, las peregrinaciones al abrevadero de Umbe para pedir la intervención de la Virgen y su protección. Lo comprendía casi todo. Lo que mi cerebro se negaba a entender era por qué las mujeres se empeñaban en no comprar artículos de verdadera necesidad. Montañas de arroz y garbanzos, océanos de leche, aceite o agua mineral, kilómetros de tallarines y papel higiénico... De eso tenían de sobra, como para mandar tres o cuatro jumbos a Etiopía, pero a nadie se le había ocurrido, salvo a mí, claro está, hacer acopio de cosas realmente básicas.
Un año más tarde, pensaba que tal vez había exagerado en mis precauciones, pero en su día la idea me había parecido simplemente brillante. Mi médico no había estado muy conforme, y menos ahora, que comenzaba a sentir síntomas de gota y mi piel empezaba a tener una textura ciertamente quitinosa, pero, ¿quién iba a imaginar que los pringados iraquíes iban a durar tan poco? Yo había calculado unos dos o tres años de lucha encarnizada, no seis o siete semanas mal contadas. Por eso había comprado las 19.000 nécoras, dos quintales de percebes, cuarto y mitad de tonelada de centollo, amén de múltiples cajas de mariscos surtidos, todo ello debidamente ultracongelado.
A lo largo de los meses siguientes, había recorrido cada una de las librerías de Bilbao en busca de  recetas para marisco congelado, lo había intentado todo para variar el aspecto y el sabor de gambas, langostinos y ostras, pero ya estaba un poco cansado de la dieta monográfica. Amigos, vecinos y compañeros de trabajo me huían como de la peste en cuanto mencionaba la posibilidad de celebrar una mariscada en su casa. Tenía los labios en carne viva de tanto chupar cáscaras saladas y, cada vez que me miraba al espejo, me daba la impresión de estar contemplando al embajador de Neptuno en la Tierra. Y, por si fuera poco, el banco me tenía asfixiado con el crédito que había tenido que pedir para pagar la comida y los doce arcones congeladores tamaño king size que tenía repartidos por toda la casa.
Más de una vez había barajado la posibilidad de revender las cajas que aún me quedaban, y eran muchas, a los ultracongelados que estaban debajo del periódico, pero nunca me decidía. Algo en mi interior me lo impedía. Una vocecita que me susurraba insidiosa: «Recuerda Yugoslavia, recordad El Álamo.» Lo de El Álamo no lo entendía muy bien, pero por si acaso seguía desayunando, comiendo, merendando y cenando mariscos variados. Y por eso, o al menos así lo creía yo, me despertaba todas las mañanas pensando en Amber Lynn, Tori Welles y Tracy Lords, y con una erección de caballo.
Ahora, tal y como me sentía, sólo pensar en la posibilidad de abrir uno de los congeladores y enfrentarme a una montaña de cadáveres de centollo me ponía los pelos de punta.
Decidí que ya era hora de levantarme.
Creí oportuno ponerme en pie.
Tomé la determinación de salir de la cama... y encendí un cigarrillo.




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