De un tiempo a esta parte, vengo escuchando en los medios, y también en la calle, un discurso que me tiene perplejo. Me refiero a la diferente calificación moral que reciben los amigos de lo ajeno según del lugar del que procedan los euros de los que se benefician y el destino que se da a ese dinero.
En principio, parece que todos estamos de acuerdo en que aquél que asalta a punta de navaja, o de pistola, a un ciudadano de a pie y le requisa la cartera, el reloj y el móvil, merece la reprobación moral y penal por ser un chorizo de tomo y lomo. Y lo mismo para quienes, por la fuerza o con sigilo, se introducen en un domicilio y se llevan hasta las manillas de las puertas. Es decir, usted roba la nómina a un ciudadano particular y se lleva lo afanado para casita, y es calificado de ladrón sin ningún género de dudas.
Sin embargo, cuando el aligerado de la pesada carga de los euros no es un ciudadano concreto, sino un grupo de ellos, cuanto más grande, mejor, sin cara y ojos individualizados, las cosas cambian.
Por ejemplo, parece que trincar comisiones desde una concejalía de Urbanismo por conceder licencias de construcción, como mínimo dudosas, parece que tiene sus defensores. O, al menos, los defensores de que eso no es robar en sentido estricto. Es el conocido argumento de “yo no he robado a nadie, yo no he metido la mano en la caja”.
En los últimos días, esta perplejidad que me aqueja se ha vuelto a poner de manifiesto con el caso de Joan Laporta, expresidente del Barça. No voy a entrar en calificar a quienes sostienen que es malo airear la porquería encontrada en vez de, como antes hicieron muchos otros, esconderla debajo de la alfombra y mirar para otro lado. Si piensan que hay que proteger un (supuesto) bien mayor haciendo la vista gorda ante menudencias como unos cuantos millones de euros volatilizados, allá cada cual con su criterio.
Tampoco voy a prejuzgar los hechos en sí, porque no tengo ni idea de si las acusaciones contra Laporta son ciertas o no. Para mí, lo más chocante es que hay muchos, realmente demasiados, que mantienen la teoría de que, si es cierto todo lo que se dice del uso de tarjetas de crédito del club, de los pagos de entradas a conciertos y partidos de fútbol para amigos y familiares, de la compra de puros y perfumes, de las comidas y comilonas a cuenta del Barça, en ningún caso se puede hablar de robo. Como mucho, de uso moralmente inapropiado de los fondos de la entidad, porque no se ha metido la mano en la caja y no se lo han llevado, ni calentito, ni crudo
Imaginemos una situación similar, pero poniéndole nombre y apellidos a la víctima. En lugar de al FC Barcelona, supongamos que la tarjeta de crédito pertenece a Juan Español (o Joan Catalá o Jon Euskaldun o…). Supongamos también que un empleado suyo, digamos que se llama J. L. S., coge la tarjeta de su jefe y se dedica a hacer compras y pagos de todo tipo: entradas, comidas, perfumes o billetes de avión, pero teniendo el máximo cuidado en no llevarse ni un solo euro en efectivo.
¿Podríamos decir que J. L. S. es poco más que un pillín travieso que no ha metido la mano en la caja?
Como el que ha sufrido el quebranto no es una entidad de personalidad difuminada, que es de todos y no es de nadie, sino un ciudadano individual (y casi todos tenemos tarjetas de crédito como el chino del chiste tenía bicicleta), la respuesta seguro que sería contundente: J. L. S. es un mangante con todas las letras.
La realidad, se mire como se mire, es que si no trinco en efectivo pero trituro unas tarjetas de crédito que no son mías con gastos que, de otra manera, supondrían una disminución importante del efectivo que tengo EN MI CAJA, objetivamente es como si me lo llevase en billetes de cinco. No es necesario salir de las oficinas con una carretilla cargada de bolsas con el símbolo del euro impreso para ser culpable de haber metido la mano en la caja.
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