Una de las últimas entradas de este blog, la llamada Arte Moderno, me ha llevado hoy a plantearme escribir algo sobre los críticos, más concretamente sobre los críticos literarios. Como a veces no se puede mejorar lo ya escrito, seguramente por la incapacidad manifiesta del autor (yo) y por la progresiva y abundante pérdida de neuronas (las mías), he decidido plagiarme a mí mismo y copiar-pegar algo que tiene ya más de 10 años y que se publicó originalmente en INSOMNIA, una revista digital dedicada a Stephen King y su obra, editada todavía por mi buen amigo Ricardo Ruiz, con el que últimamente, una década más o menos, no me he portado demasiado bien. Para qué andar con medias tintas: me he portado fatal, como el gañán descerebrado que soy.
Prefacio
Aunque hoy, mis lectores distantes, os hablaré de literatura... o así, comenzaré con una cita extraída del número 26 de nuestra querida INSOMNIA, cita firmada por Juan Francisco Díaz Aparicio:
"...El asunto es que alquilé en el videoclub las películas The Night Flier y La Tormenta del Siglo y mi comentario de la primera es que en sí la película deja mucho que desear, parece que esta hecha con bajo presupuesto. Lo único que se salva es la historia en sí (el hecho que tarde o temprano acabas metiéndote en la piel de lo que buscas) y la interpretación del periodista, sobre todo la escena del cementerio. Pero a mí me dejo un poco frío..."
Gracias por los elogios a mi modesta persona, siempre merecidos aunque en este caso sean a través del espléndido Miguel Ferrer, pero no estoy de acuerdo con tu crítica de la película. A mí, que la viví en primera persona por razones obvias, me pareció, si no excelente, sí muy digna de ser vista a media luz, con un buen cubo de palomitas y, sobre todo, con una rubia, neumática y asustadiza muchacha al lado. Hay que aprovechar el momento en que el vampiro abre su bocaza para dejar a un lado la película, consolar a la rubia y pasar a cosas más "interesantes"...
Finalizada esta introducción, vayamos a lo que tenía previsto para este mes de marzo...
¿Critica, qué crítica?
Una vez más, queridos lectores, nos encontramos a través de esta página que INSOMNIA pone a mi disposición para mitigar el mono de escribir que me corroe día tras día. Nunca podré agradecérselo como se merece.
Corrección: NUNCA podré agradecérselo, punto final. Dudo que alguna vez me dejen salir de entre estas cuatro paredes acolchadas.
Sin embargo, el confinamiento al que me veo sometido tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas. Por ejemplo, tengo tiempo libre a mi disposición, mucho tiempo libre. De hecho, creo que tiempo es lo único que tengo. Tanto que ya se me están acabando las ideas para rellenarlo sin recurrir a las actividades habituales de estos casos. Por supuesto que un buen revolcón con la rubia neumática antes mencionada ayudaría bastante, pero las visitas no están permitidas en un sanatorio de alta seguridad. Además, recordad que, oficialmente, estoy muerto y cuándo se ha visto que los cadáveres tengan una vida sexual, aunque sea mínima. Me temo que deberé continuar con el viejo método de...
...pero me parece que estoy desbarrando. No es de mi perfeccionado juego de muñeca de lo que quería hablaros este mes, sino de algo mucho más serio –o cómico, según se mire– e intelectual: la literatura. Más concretamente de esos seres parásitos del esfuerzo ajeno que, por regla general, viven encerrados en su torre de marfil sin contacto alguno con el mundo real; de esos tipejos que te miran por encima del hombro y arrugan la nariz como si algo pútrido molestara su pituitaria cuando se les habla de lo que ellos consideran "literatura popular". Me refiero, claro está, a los críticos literarios.
Críticos los hay de dos clases, los pedantes y los aún más pedantes –esto de la crítica es una enfermedad, grave o leve según los casos–. Y todos tienen en común un rasgo característico: por regla general sólo comentan los libros de los amigos o aquellos escritos por autores tan desconocidos que, a veces, uno se siente tentado de creer que no existen, que sólo son una invención del crítico para hacernos partícipes de su inmenso y enciclopédico conocimiento literario.
Hace ya algunos años, tantos que yo aún lucía una frondosa mata de pelo entre las orejas, coincidí con uno de estos especímenes en una comida. No recuerdo qué demonios hacía yo allí, un reputado periodista visceral –de vísceras quiero decir Ha-Ha-Ha– rodeado de tanta intelectualidad, pero el caso es que, entre whisky y whisky –entre bebidas nunca como–, tuve la desgracia de que uno de aquellos impresentables, un tipo orondo y grasiento, sintiera la necesidad de hablar conmigo. A la media hora, con mi habitual tacto y diplomacia, siempre dispuesto a ganar amigos, le espeté, así, sin avisar, que "El Cuarteto de Alejandría" me parecía un bodrio insufrible, que Milan Kundera era un verdadero tostón, y que la última novela de Camilo José Cela parecía un anuncio de la Xerox: "Escriba 10 páginas inaguantables y fotocópielas 20 veces: tendrá una mierda de presunta novela de 200 páginas".
IGNATIUS J. REILLY |
Cuando mi interlocutor recuperó el aliento –se había atragantado con un trozo de faisán y casi la palma allí mismo–, me lanzó una mirada feroz y comenzó a disertar sobre las excelencias de los autores a los que yo, de forma tan rastrera e ignorante, había vilipendiado. Sobre esos autores y, de paso, sobre algunos más.
Como no tenía ganas de discutir con aquel fulano, en uno de los instantes en que detuvo su perorata para tomar aire, deslicé como quien no quiere la cosa: «Pero no me negará que "La conjura de los necios", de John Kennedy Toole, es un libro excelente»
«¡¡¡Un libro del que se venden millones de ejemplares no puede ser nunca una obra literaria merecedora de tal nombre. Jamás, jamás, jamás!!!», bramó desaforado, derribando dos o tres copas con un puñetazo sobre la mesa.
Con mi sonrisa más candorosa, le respondí: «Eso quiere decir que, por lo que parece, a usted no le gusta mucho... Stephen King»
Puesto en pie, se agarró a la mesa con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos, casi transparentes. Con los ojos desorbitados, boqueando como un besugo en un acuario, intentaba encontrar resuello y palabras con las que responder a tamaña blasfemia. Esfuerzo inútil. Ni un mínimo soplo de aire salía de sus pulmones. Lo malo para él es que tampoco entraba. El rostro, rojo de ira primero, se le fue poniendo cárdeno. Se echó las manos al cuello y se derrumbó sobre la silla.
«¿Hay algún médico en la sala?», grité mientras me inclinaba sobre él y susurraba pegado a su oreja: «No me negará que "It" es una obra maestra de la literatura del siglo XX»
Un camarero le propinó un tremendo puñetazo en la espalda y su garganta emitió un ronco silbido cuando, por fin, el aire irrumpió ferozmente a través de su tráquea.
Algunos minutos más tarde, mientras se lo llevaban en una camilla, proclamaba entrecortadas soflamas de amor eterno a Juan Rulfo. Yo caminaba a su lado, sosteniendo amorosamente su mano entre las mías, con una expresión de honda preocupación pintada en el rostro. A modo de despedida, murmuré: «No se preocupe, muy pronto se pondrá bien. En cuanto esté en condiciones de leer le enviaré al hospital un par de buenos libros para que se entretenga. "Carrie", por ejemplo. O "Cementerio de Animales"»
Hasta mi encuentro años más tarde con el Piloto Nocturno no volví a escuchar un aullido tan horripilante como el que surgió de su garganta.
Seguí su proceso de hospitalización y convalecencia a través de la prensa y cumplí mi promesa de enviarle un libro. Eso sí, no fue ninguno de los que le había mencionado aquel día. Decidí ser magnánimo y regalarle algo más apropiado: "Misery".
A partir de entonces no volví a saber de él. Ni una mínima reseña sobre su estado volvió a publicarse. Tampoco él volvió a escribir más críticas literarias.
Me olvidé de él.
Me olvidé de él hasta hace un par de semanas.
En una de las escasas ocasiones en que me sacan de la celda de aislamiento, para un rutinario chequeo médico esta vez, coincidí en la enfermería del sanatorio con un tipo flaco y ojeroso. Al tiempo que balanceaba su cuerpo adelante y atrás sin descanso, salmodiaba entre dientes una letanía incomprensible. Cada cierto tiempo se inclinaba sobre un objeto que sostenía férreamente entre las manos y lo mordisqueaba como un ratoncillo. Era un libro y, por lo que se podía apreciar, llevaba rumiándolo mucho tiempo porque le faltaba casi la mitad de su tamaño original.
Cuando me devolvían a la celda, al pasar a su lado, agucé la vista y pude distinguir algunas palabras en la portada...
...ery
...phen K...
Hasta el mes próximo. Descansad bien pero, siendo quien soy, no encuentro la manera de desearos felices sueños...
Publicado originalmente en el número 27 de la revista electrónica INSOMNIA, marzo 2000
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