lunes, 1 de noviembre de 2010

Arte Moderno

De las muchas veces que he ido al Museo de Bellas Artes de Bilbao, recuerdo dos con gran nitidez. Curiosamente, la que mejor recuerdo es mi primera visita. Tenía yo unos 14 años y, por razones que aún no puedo adivinar, tal vez que llovía, varios amigos del colegio tuvimos la ocurrencia de entrar en el Museo a ver cómo era aquello del Arte Moderno.
¿Y cómo era? Pues no tengo la menor idea. O sí, pero lo que diga al respecto podría ser querellable. Baste con decir que la experiencia fue tan traumática que, 40 años después, me he negado en rotundo a poner mis pies en el famoso y publicitado Guggenheim por miedo a que me suceda algo parecido a aquella primera vez.
Con los ojos vírgenes e inocentes de un chaval de 14 años, recorrí las salas del museo sin entender un carajo de lo que allí se exponía. Dos cuadros llamaron especialmente mi atención. El primero era un gigantesco lienzo en blanco con un punto negro cerca de una de sus esquinas; el otro, de título No-sé-quien en el Aconcagua, consistía en un lienzo cubierto por un saco de arpillera con salpicaduras de pintura de diversos colores, blanco fundamentalmente, en el que habían clavado un gran trozo de madera y un par de zapatillas de deporte.
Tal fue el shock que me produjo tanto ARTE y tanto MODERNO que, cuando ya abandonamos el museo, grité a mis amigos:

“¡Eh, no os vayáis todavía! ¡Esta escultura aún no la hemos visto!



La otra visita al Museo de Bellas Artes de Bilbao a la que me refería al principio fue con motivo de una exposición monográfica dedicada a la obra de Eduardo Chillida.
Pero esa es otra historia que me recuerda a los artículos de Pitigrilli en La Codorniz: Tiemble después de haber reído. O viceversa…

2 comentarios:

  1. En 2002 tuve una discusión con mi hijo pequeño en los jardines del Ermitage, a la sombra de unos sauces, después de haber visitado los museos. El no admitía la pintura abstracta y yo trataba de convencerle de que tenía tanto valor como la figurativa en cuanto a la expresión estética, y la figurativa había perdido su valor de representación de la realidad frente a la fotografía y el cine. Mi hijo hoy es fotógrafo, aficionado pero muy bueno. Un día me regaló una foto, pura abstracción. La coloqué en mi despacho y la bauticé Petersburgo 20-02.

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  2. No niego el valor artístico de la pintura abstracta, ni mucho menos, simplemente describía el hecho objetivo de que confundí una manguera contra incendios con una escultura... HaHaHa
    Dicho esto, hay mucho cara-de-cemento disfrazado de "artista".

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