lunes, 8 de noviembre de 2010

Apellidos

  He dejado pasar unos días desde que leí la noticia sobre el orden de los apellidos de los tiernos infantes en el caso de que sus progenitores, no sé por qué extrañas razones, no se ponga de acuerdo en el orden que han de llevar en el DNI de su hijo. No quería escribir en caliente la opinión que me merece semejante gilipollez, más propia del feliz país de Utopía que de uno que, por lo que parece, seguro que tiene problemas más acuciantes que resolver. Pero todo sea por la igualdad y por enredarse en bizantinas discusiones sobre lo accesorio para olvidar lo esencial.
  Lo primero que me vino a la cabeza (nótese que no he dicho a la mente) fue un viejo chiste sobre un marinero que recibe la noticia de que ha dejado embarazada a una linda moza en uno de los puertos que ha visitado. La muchacha, ligeramente cabreada, le espeta:
  – ¡Lo que me has hecho no tiene nombre!
  A lo que el marinero contesta guasón:
  – Ni apellido, porque mañana mismo me embarco para no volver jamás a este pueblo.
  Supongo que, entre la preocupaciones de la chica embarazada, la menor de ellas era decidir cuál de los dos posibles apellidos tenía que ir primero.
  Lo segundo que se me ocurrió, lo publiqué en Twitter con moderado éxito: A mí me la trae floja si se pierde o no mi apellido Yo no soy ni mi apellido ni los que lo llevaron antes (seguro que había mucho imbécil). Por la concisión impuesta por el límite de 140 caracteres, no pude añadir que, seguramente, dentro de unas cuantas generaciones, alguno de mis descendientes pensará que yo también formo parte de la nómina de los posibles idiotas que han/hemos llevado este apellido. Porque de todo hay en este mundo, y lo mismo un Pérez García resulta ser un tipo genial, con un elevado coeficiente intelectual, amén poseer un corazón de oro, que un Botín S. de Sautuola y G. de los Ríos es un zote incapaz de dibujar una línea recta con una regla y/o tiene el espíritu más negro que el caparazón de un grillo.
  Una vez más he de parafrasear a mi admirado Richard T. Rictus: "Por mucho apellido de rancio abolengo que tenga, un idiota siempre es un idiota".
  El único caso en el que, para mí, estaría justificado empeñarse en un cambio del orden de los apellidos, diga lo que diga la parte contraria, sería cuando la conjunción de dichos apellidos, e incluso con el nombre de pila en danza, pudiese dar lugar a perjuicios posteriores para la criatura. Todos hemos oído leyendas urbanas que dicen que una vez hubo un hombre de apellido Mier que renunció a casarse con el amor de su vida porque ésta se apellidaba Decilla. O peor aún, que a pesar de todo decidieron casarse y sus hijos batieron el récord mundial de burlas, chanzas y collejas en el colegio. Por no hablar de la clásica Dolores Fuertes de Barriga o el premonitorio Armando Guerra. Pero no menos vejatorio es inscribir a un niño con el nombre de Cucufate, que debió ser un santo que alcanzó tal gloria sólo por soportar estoicamente tal carga sobre sus hombros.
  Si nunca he podido entender a quienes se sienten orgullosos de ser naturales de algún lugar, como si algo tan casual como es el lugar de nacimiento añadiese algún honor a quien proclama tal entusiasmo, tampoco soy capaz de procesar en mis pequeñas y escasas células grises el orgullo de llevar tal o cual apellido en la partida de nacimiento. De la misma forma que no soy deudor de las tropelías que mis antecesores pudieron cometer, tampoco puedo arrogarme los méritos de quienes, con ese mismo apellido, pudieron hacer algo relevante, o simplemente bueno para los demás.
  He buscado en Google y he descubierto que estos dos escudos podrían corresponder a mi apellido:



  Sinceramente, y dedicado a los que miran el dedo cuando un hombre sabio señala la luna, me gustaría más que fuese así:


  Por mi parte, como si ponen mi apellido el último de la fila.

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